Foto/ACN |
Texto: Rosa Pérez López
Hace 63 años Ernesto Che Guevara fue nombrado ministro de Industrias... y fue bien escueta la nota de prensa que lo dio a conocer.
No hacían falta muchos argumentos para justificar la validez de aquel nombramiento, quizás porque las razones estaban implícitas en los días azarosos de la expedición hacia Las Coloradas, en los 24 meses de guerrilla, en la apoteosis del triunfo, en las primeras y emergentes tareas de la edificación social.
No era necesaria otra explicación al pueblo que la leyenda cotidiana de aquel argentino devenido cubano no sólo por naturalización, sino por haberle nacido a este pueblo desde las entrañas de sus mejores glorias. Por eso a nadie asombró el 23 de febrero de 1961 que la patria confiara sus incipientes sueños de desarrollo industrial a aquel soñador que desde el asma incorregible al quehacer profético, revelara tanta vocación de domesticador de amaneceres imposibles.
Y fue desde entonces el ministro de jornadas infinitas que amasó voluntariosamente el destino del níquel y el cobalto; el hombre público que desde el símbolo tangible de su traje de campaña sudoroso de faenas ejemplares, transformó su despacho en un taller donde se troquelaba la esperanza y en un crisol donde se fraguaba el porvenir de cara a todos los presagios.
Y fue librando la contienda inusitada de su magistratura en el calor asfixiante de las fundiciones, entre el ruido ensordecedor de las hilanderías, bajo el hollín de las chimeneas y el laberinto de los cañaverales. Y fue venciendo las escaramuzas de las adversidades, anticipándose al futuro en todas sus vigilias, como esos fundadores que aventajan a su tiempo con la certeza de que el tiempo irá a su encuentro alguna vez.
Por eso no hicieron falta otros argumentos que su nombre -su nombre historia y ejemplo- para justificar el trámite legal de aquel nombramiento... y Cuba entera lo sabía. Por eso cuando decidió ejercer el ministerio de su redentora acción en otras tierras del mundo, habían quedado anudados esos lazos de otra especie que no podrían romperse nunca más.
Todavía se le ve, necesario e imperioso, rehaciendo su voluntad de domesticador de amaneceres imposibles y esperando por nosotros como esos fundadores que aventajan a su tiempo, con la certeza de que el tiempo y los hombres que lo habitan irán a su encuentro alguna vez.
nyr
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