Por: Rosa Pérez López
“Arribamos a una playa de piedras. La Playita (al pie de Cajobabo). Me quedo en el bote el último, vaciándolo. Salto. Dicha grande.”
No le hicieron falta más palabras a José Martí para retener en su diario de
campaña la grandeza del instante de llegar a tierra cubana con el propósito
de sumarse, como un combatiente más, a la guerra necesaria que él mismo
había fraguado durante la tregua fecunda que mediara entre el Pacto del
Zanjón y los levantamientos armados del 24 de febrero.
Era ya casi el amanecer del 11 de abril de 1895, y desde la madrugada
anterior el Apóstol había zarpado desde Cabo Haitiano en compañía del
Generalísimo Máximo Gómez a bordo del vapor Nordstrand, para a partir de
ese momento estar todos los días en peligro de dar su vida por la libertad
de Cuba.
No sería el continuo riesgo de morir, sino la felicidad por el regreso a la
patria, el sentimiento que animaba a Martí al pisar la playa pedregosa,
convertida desde entonces en pedestal del heroísmo del más universal de
todos los cubanos, y en símbolo de su arduo y arriesgado empeño de
conquistar la independencia de su patria e impedir con ella as tiempo que
los Estados Unidos cayeran con esa fuerza más sobre las sufridas tierras
de la América nuestra.
Cuanto hizo hasta entonces el Apóstol fue para eso. Y para servir de aliento
a los expedicionarios que con Fidel al frente desembarcaron en Playa Las
Coloradas el 2 de diciembre de 1956, con el propósito de ser libres o
convertirse en mártires.
Desde entonces sumamente arduo ha sido el trayecto emprendido por
varias generaciones de cubanos en defensa de la independencia y la
integridad de nuestra patria. Una marcha empedrada de dificultades que
diariamente es preciso asumir desde el inspirador ejemplo martiano y el
interminable legado fidelista, con la gran dicha de hacerlo para preservar los
altos valores revolucionarios y patrióticos sobre los cuales se sutentará por
siempre nuestra plena libertad.
nyr
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