Texto: Rosa Pérez López
Hace más de un siglo un viajero llegó un día a Caracas, y
antes de sacudirse el polvo del camino o preguntar dónde se comía y se dormía,
prefirió reverenciar en una plaza la imagen ecuestre de Simón Bolívar. Ese
viajero fue José Martí: el Apóstol multiplicado en los millones de cubanos que
aquel nefasto 5 de marzo de 2013 hubiéramos deseado estar a la vera de Hugo Chávez Frías para decirle el “hasta siempre” con se honra a los
imprescindibles.
Quisimos ser hace ya 11 años el conmovido y humilde
hombre del pueblo bolivariano que se santiguó junto al féretro; la mujer
venezolana sollozante ante el rostro de su presidente; el militar que saludó marcialmente
a su comandante; el discapacitado que se irguió en su silla de ruedas en señal
de respeto; el joven que hizo una vehemente promesa en alta voz; el niño que en
brazos de su madre tuvo quizás por vez primera la certeza de la muerte.
Pero de algún modo los cubanos estuvimos allí, y seguiremos
estando muy cerca del amigo, del hermano, del compañero Chávez, porque nada han
podido hacer la desaparición física y la distancia, pues como la plata en las
raíces de Los Andes, Cuba y Venezuela están fundidas en sus sueños de redención
y justicia para todos sus hijos, y en la ideclinable voluntad de defenderlos
con la vida.
Hace más de un siglo un viajero llamado José Martí reverenció
en Caracas la imagen ecuestre de Simón Bolívar. Ahora el corazón de millones de
cubanos sigue estando muy cerca de Hugo Chávez: el más esclarecido continuador
del ideal bolivariano. Un hombre que, como el Libertador, consagró sus mejores
energías a la integración latinoamericana, para en su paso por la vida también dejar
tras de sí una familia de pueblos.
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nyr
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