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Foto: Granma |
.Texto: Rosa Pérez López
Del
mismo modo que "toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz"
-como sentenció José Martí- hace setenta años su
más cabal y consecuente discípulo demostró que
la toda la justicia social que necesitaba nuestra oprimida patria cabía en
el alegato de autodefensa que lo transformara de acusado en acusador.
Nunca
antes un abogado había desempeñado su profesión en
tan adversas circunstancias como lo hizo el joven Fidel Castro Ruz durante el
juicio por aquella nueva clarinada independentista que fueron los asaltos a los
cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Pero tampoco nunca antes un
jurista había trocado sus palabras en el dardo justiciero que
arremetiera contra las penurias padecidas por los cubanos tras varios siglos de
dominación colonial y neocolonial.
Llevando
en el corazón las doctrinas del Maestro que soñara
con una República con todos y para el bien de todos, habló
entonces Fidel de opulentos latifundistas y de campesinos a quienes no pertenecía la
tierra que labraban de sol a sol; de exclusivos planteles educacionales y de
casi un millón de analfabetos; de costosas clínicas
privadas y de las tantas personas que morían de enfermedades curables por carecer
de asistencia médica; de ricos casa tenientes y de humildes familias
desalojadas de sus viviendas.
En
aquel valiente y vibrante alegato devenido denuncia contra tantos seculares
atropellos e injusticias, la prédica martiana se erigió en
fundamento del visionario programa de una revolución en
cuyo definitivo triunfo confiara Fidel al concluir su autodefensa con una
certera premonición: "Condenadme, no importa. La historia me absolverá".
Cinco
años, cinco meses y cinco días después de los sucesos protagonizados en Santiago
de Cuba y en Bayamo por una generación decidida a salvar de la afrenta la
memoria del Apóstol en el año de su centenario, un victorioso
primero de enero la historia se encargó de dar su veredicto.
nyr
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