Rosa
Pérez López
Desde
aquel triste día de 1967 -y durante mucho tiempo- no te imaginé el regreso sino
cabalgando sobre un molino domesticado por tu justiciera furia y con tu brazo
como poderosa adarga, pero al final volviste de otro modo: en un pequeño
estuche de madera donde no cabía tu legendario tránsito por la historia.
Ahora
te evoco, Ernesto, y me cuesta reconocer el rostro de tus treinta y nueve años
retenidos en un distante octubre, porque tendría que ser otra tu cara tras el
paso de tus cincuenta y seis eternidades.
No
debes parecerte, Ernesto, a los pulóveres, afiches, tatuajes y monedas donde
quedaste inerte, donde desapareció tu intransigente cólera. Ahora debes tener
el semblante de los recios arrecifes, de las insomnes madrugadas, del viento
del sur y de los relámpagos.
Ahora
posiblemente te parezcas a tu verso de plomo y de mate cocido, y añores desde
el mausoleo que te atesora en el centro de mi patria -y de su alma- el
naufragio de un yate en Las Coloradas; el brazo fracturado en Santa Clara; el
cañaveral, la fábrica o el puerto donde se hizo más ejemplo tu uniforme verde
olivo; y los dos mil metros de altura que le sirvieron de pedestal a tu
holocausto guerrillero.
Ahora,
Ernesto, no es que quiera pedirte demasiado, pero el siglo al que te
anticipaste sigue necesitando de tu furia para domesticar molinos, y precisa
como nunca que la adarga de tu brazo le siga ayudando a encarar tantos nuevos
desafíos, para de una vez por todas conquistar el camino que trazaste con el
rastro de tu heroica sangre: el camino que conduce a la victoria, siempre.
0 Comentarios
Con su comentario usted colabora en la gestión de contenidos y a mejorar nuestro trabajo