Por: Rosa Pérez López
A
Chile le había nacido un Salvador. Un redentor con sueños de
justicia, un predicador de futuros diferentes para el pueblo que democráticamente
lo eligiera primer mandatario de la patria. Un hombre que no se reconoció a sí mismo
"pasta de mártir y voluntad de apóstol", pero sin proponérselo
-o quizás a sabiendas de que era su alternativa final- hace ya
cincuenta años en el bombardeado Palacio Presidencial de La Moneda trocó la
banda tricolor de su alta magistratura por el cinturón
portabalas de su fusil automático.
Cuánta
razón tuvo el profeta Salvador al presagiar su destino aquel 11
de septiembre de 1973 durante el golpe fascista que revirtió la
soberana decisión de los chilenos en las urnas. Porque sin tener pasta de mártir y
voluntad de apóstol, sino por cumplir hasta las últimas
consecuencias de sus actos el mandato de su pueblo, el presidente Allende optó por
convertirse en héroe para que más temprano que tarde se abrieran en su
patria las grandes alamedas por las que algún día transitara el hombre nuevo.
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