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Somos responsables de la música que escuchan nuestros niños. Foto: Ismael Batista
Poco después del nacimiento de esta columna escribí
sobre la necesaria relación entre la difusión
de la música infantil en el país y lo que significa su proyección en estos meses
de receso docente en los diferentes espacios dedicados a tales fines.
No es un
tema de fácil abordaje: en diversos espacios de crítica,
reuniones y en otros, variopintos han sido los cuestionamientos o las ponderaciones
–según sea el caso–, así como los puntos de consenso para enriquecedoras soluciones.
Pero, ¿ha cambiado hoy la paleta de colores de ese consumo sonoro? ¿Qué responsabilidad
tenemos en casa, en espacios públicos y en los medios de comunicación?
El contexto mediático actual requiere redefinir
el concepto de lo que tradicionalmente se concebía como canales o vehículos de información
basados en una sola vía, según la cual la fórmula emisor-mensaje-receptor prevaleció
durante muchos años. Hoy día ese arquetipo comunicacional ha sido dinamitado por
la pluralización tecnológica en los que cada individuo –y por consiguiente grupo
social determinado– es más interactivo con cánones que generan rupturas con lo anterior.
Hoy consumimos y accedemos con menos códigos de
pasividad a determinada información, y en algunos casos somos dueños o responsables
totales no solo de esa acción individual, sino también de reacomodar y difuminar
dicho mensaje hacia otras burbujas sociales que tenemos en nuestro ambiente digital.
Ello nos conduce a la tesis de que no todo lo que se genera en los espacios sonoros
es responsabilidad total de los medios de comunicación, sino que también recae en
nosotros mismos.
Paralelamente,
en aristas concernientes a nuestro consumo/propagación de determinados estándares
musicales sobre el tema de marras, diferentes lugares de esparcimiento carecen,
en muchos casos, de una loable identificación temática infantil; por eso es frecuente
la transgresión sonora que, lamentablemente, adquiere función de bombardeo constante
sobre los niños, desplazando sus modos de apreciación y aprehensión sonora hacia
un turbulento mecanismo de adultez inducida, remarcada por textos vulgares o por
la complejización musical de lo que a esas edades podemos absorber y comprender.
Se imponen otras condicionantes sobre el acceso
sonoro para niños, incluso en las nuevas dinámicas económicas del país. Urge un
rediseño musical que no excluya otras tendencias, pero que tampoco sea calcomanía
barata de canciones que pululan en otros entornos agresivos musicalmente, y que
son, lógicamente, inentendibles para la mayoría de los pequeños. El surgimiento
de espacios de ocio y socialización no debe constituir un hecho acéfalo ni sinónimo
de desarraigo en identidad musical, ni tampoco que tales espacios sean concebidos
con orfandad en cuanto a elementos afines a sus públicos. Por suerte, la programación
televisiva y radial, así como el circuito de conciertos en teatros y peñas de genuinos
artistas de música infantil, es una fortaleza que aún conservamos, pero que no debemos
desdeñar por influencias y modas.
amss/Tomado
de Granma
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