Foto: Tomada de Cubarte
Al conocer sus múltiples reconocimientos y la dedicatoria de la presente Feria Internacional del
Libro, no pude sustraerme de mis recuerdos en la Biblioteca Nacional José Martí, desde
mis años juveniles hasta mi conformación profesional.
Junto a ella, su hermana Josefina y su esposo Julio, transcurrió una parte
importante de mi vida estudiantil, docente e investigativa. Allí supe,
indirectamente, de los saberes, del mundo laboral interno y de los avatares de
la intelectualidad concurrente a los salones del magistral templo de los libros.
Años, horas y días,
sintiendo cómo crecía por dentro y por fuera, aprehendiendo de quienes nos
mostraban el alucinante mundo de la lectura. Pero, algo sumamente trascendental
nos llegaba de aquel colectivo, casi fundacional: la ética y la condición
humana, que se nos trasladaba a través de una excelente atención y apoyo
permanente a nuestra labor.
Hoy evoco a Aracely
sin omitir a Azucena Plasencia, su esposo Israel, María Luisa Antuña, María
Lastayo, Zoila Lapique, Tomás Fernández Robaina, Ramón de Armas, Cintio Vitier
y Fina García Marruz, sin pasar por alto a Eliseo Diego en la sala juvenil.
Intelectuales que denotaban la inexistencia de fronteras entre los mundos de la
bibliotecología y la informática, y el de la creación científica, artística y
literaria. Cuestión que aún requiere de mayor reconocimiento social. Un paso
importante, en este sentido, lo constituye el homenaje de la actual fiesta del
libro a la emblemática Aracely.
Lectores de todas las
edades y profesiones compartíamos, desde la distancia y la cercanía a la vez,
con figuras reconocidas dentro del ámbito intelectual. Entre ellos, Julio Le
Riverend, Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo, Juan Pérez de la Riva, Manuel
Moreno Fraginals, Walterio Carbonel, José de la Luz León, José María Chacón y
Calvo, Jorge Ibarra Cuesta, Luis Felipe Leroy y Gálvez, entre otros muchos. En
ese universo de ideas y sueños, donde Aracely y su grupo de trabajo estuvieron
estrechamente vinculados, nacieron las nuevas oleadas de creadores, quienes
también merecen ser evocados. Me refiero a María del Carmen Barcia, Ana Cairo
Ballester, Pedro Pablo Rodríguez, Francisco Pérez Guzmán, Rolando Rodríguez,
Enrique Cirules, Fe Iglesias, Carlos del Toro, Olga Cabrera, Cira Romero,
Rolando Estévez, Enrique López, Oscar Zanetti, Francisca López Civeira, Oscar
Loyola, Alejandro García, Diana Abad, por solo mencionar algunos.
La Sala Cubana se
convirtió en un espacio permanente para nuestros planes y sueños. Unos y otros
intercambiábamos lo que pacientemente íbamos descubriendo en el fascinante
mundo de la investigación. Pero también nos nutríamos de los diálogos entre los
sabios mayores, grandes puntales de la cultura nacional y del mundo.
Siempre atenta a
nuestras demandas, Aracely elaboraba su campo investigativo. La vimos construir
los catálogos sobre las publicaciones periódicas, los de las grandes
personalidades del ámbito cultural cubano, tales como Alejo Carpentier, Emilio
Roig, Fernando Ortiz, José Lezama Lima, Carlos Rafael Rodríguez, sin pasar por
alto a José Martí, cuya devoción compartió con los quehaceres de los
mencionados Cintio Vitier y Fina García Marruz. Investigaba y dirigía, sin
perder detalles y con la mirada permanente en las tareas que generaba para un
público ávido de sus conocimientos.
Josefina, la intachable hermana, la secundaba. Siempre en ellas y en su colectivo estuvo presente la palabra educada, amable, paciente, culta y solidaria. Nos enseñaron a respetar el oficio y, sobre todo, a amar el libro, los manuscritos, las fuentes periódicas y, también, a pensar con alegría y optimismo el presente y futuro de nuestro país.
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