Foto: Tomada de Internet
“Nada humano me es ajeno”, aseveró Terencio, un
escritor de la antigüedad romana. Legada hasta nuestros días, esa afirmación tiene
gran vigencia. Vivimos circunstancias en las que el bípedo pensante, que supo hacerse
a sí mismo mediante el trabajo de la mano y logró una posición erecta que le permitía
extender su mirada a anchos horizontes, está amenazado de prematura extinción.
Las causas son múltiples. El
cambio climático es una de ellas. También está presente, cada vez más elaborada,
la bomba que destruyó Hiroshima y Nagasaki. Muchas fueron las víctimas del impacto
inmediato en 1945, y una parte considerable de los supervivientes agonizó lentamente
como consecuencia del cáncer, efecto secundario del arma letal. En ambos casos,
afrontamos el resultado de un modelo civilizatorio que opera en los planos de la
subjetividad y de la cultura.
Un implacable encadenamiento
de hechos, algunos de ellos originados en sitios muy distantes, repercute en el
devenir de nuestra existencia individual y debe ser tenido en cuenta a la hora de
tomar decisiones y asumir las responsabilidades que a cada cual corresponden.
Lo afirmo de manera tajante
por haberlo vivido en carne propia. Cuando tenía algo más de siete años vivía feliz
en Turín, la capital del Piamonte en el norte de Italia, donde contaba con un cálido
hogar adoptivo. Disfrutaba la escuela y compartía con mis coetáneos los juegos veraniegos,
las vacaciones campestres. De repente, empezó la guerra y los nazis cruzaron la
frontera de Polonia. Eran palabras y nombres desconocidos para mí. Sin embargo,
acontecimientos ocurridos en lugares tan distantes cambiaron definitivamente mi
destino.
Tan brusco viraje había despertado
la exigencia imperiosa de entender el mundo que me rodeaba, resultante de un proceso
histórico de larga duración, sujeto a las demandas del capitalismo naciente y a
las disputas por imponer un poder hegemónico. A contracorriente del desarrollo del
capitalismo y de la revolución industrial, aparecían los gérmenes de un pensamiento
emancipatorio.
En el siglo XVIII Juan Jacobo
Rousseau daba a conocer su análisis del origen de la desigualdad entre los hombres.
En el curso del siglo siguiente, Carlos Marx emprendería un monumental estudio sobre
el capital. Como parte de la acumulación originaria, la contribución de las riquezas
extraídas de las tierras de América había tenido un peso decisivo. En sus investigaciones,
Marx tuvo en cuenta, para el estudio de los factores económicos, el proceso británico,
el más avanzado entonces, y desde el punto de vista político se remitió a Francia,
sacudida por brotes revolucionarios a partir de la toma de la Bastilla, que derribó
los remanentes feudales del antiguo régimen para atravesar luego las acciones insurgentes
de 1830 y 1848, hasta llegar a la Comuna de París. Correspondería luego a Lenin
definir al imperialismo como fase superior del capitalismo y plantearse la posibilidad
de construir el socialismo en un país económicamente atrasado de la periferia de
Europa.
Mucho antes, en la América
nuestra se imponía la necesidad de romper el legado del coloniaje. Desde esa perspectiva
empezaba a fundarse nuestro ideario emancipatorio. Tantas veces citado por el presidente
Hugo Chávez, Simón Rodríguez fue un visionario y un precursor. Había vivido en Europa
y conoció a fondo las corrientes de pensamiento dominantes en la época. Instalado
en el Alto Perú, la actual Bolivia, pretendió instaurar la enseñanza obligatoria
del quechua y aspiró a que, tras la independencia, nuestros países se edificaran
validos de nuestras propias fuerzas, sin contar con interferencias ajenas. A pesar
del apoyo de Bolívar chocó en sus ideas con Sucre y murió en la extrema miseria.
En ese panorama, José Martí
adquiere estatura de gigante. Renovador de la poesía, conocedor de la realidad política
y cultural de Europa, observador penetrante de los conflictos latentes en nuestras
jóvenes repúblicas a través de sus estancias en México, Venezuela y Guatemala, fue
el primero en advertir los rasgos esenciales del imperialismo emergente, manifiesto
en su ininterrumpida expansión territorial y en el modo de ejercer su dominio por
vía de la economía y las finanzas.
Llegado el siglo XX, el marxismo
ofreció el instrumental teórico para proponer proyectos transformadores en las condiciones
concretas de nuestros países, muy diferentes a las del mundo altamente industrializado
de entonces. Desde distintos lugares del Continente, muchos trabajaron en esa dirección.
Bastaría mencionar algunas figuras prominentes. Venciendo su endeblez física y las
persecuciones a las que fue sometido en el Perú, José Carlos Mariátegui emprendió
una obra precursora. Auspició la difusión de sus ideas a través de la publicación
de Amauta, que trascendió las fronteras locales y favoreció el diálogo con intelectuales
de otras naciones, de manera particular con los cubanos. Tras su fallecimiento,
la Revista de Avance le rindió homenaje póstumo.
Julio Antonio Mella comprendió
tempranamente la confluencia entre las concepciones marxistas y el legado martiano,
formulación renovada de un pensamiento emancipador. Pero su vida fue tronchada por
los sicarios de Machado. Devorado por la enfermedad y por los afanes de la lucha
política, Rubén Martínez Villena encontró el espacio necesario para definir algunos
problemas sustanciales de la economía cubana.
Tras la segunda guerra mundial,
la confrontación entre opresores y oprimidos, entre países subdesarrollantes y subdesarrollados,
según definición de Roberto Fernández Retamar, alcanzaría dimensión planetaria.
En África, Asia y América Latina se intentaba romper las ataduras con las viejas
y nuevas formas de dominación. Algunas naciones lograron una independencia política
sujeta a ligámenes económicos de carácter neocolonial.
En defensa de los intereses
creados, la contrainsurgencia se manifestó con violencia implacable. Lumumba caía
asesinado en el antiguo Congo belga. Cuba emergía victoriosa y, tras prolongada
lucha, habría de triunfar Vietnam. Estos factores modelaron un renovado pensamiento
emancipador.
En Naciones Unidas, ante los
más connotados dirigentes políticos de la época, Fidel estremecería a la audiencia
con el más largo discurso de la historia, al punto de que muchas personalidades
acudirían a visitarlo en el hotel Theresa en Harlem, donde se había albergado. La
esencia de sus ideas, dispersas a lo largo de discursos pronunciados en distintas
circunstancias, tiene que ser recogida y analizada desde la perspectiva actual.
Asimismo, es imprescindible traer a la contemporaneidad los textos y apuntes de
Ernesto Che Guevara.
En esta hora difícil se impone
rescatar la historia del pensamiento emancipador para definir conceptos indispensables
y unir voluntades a partir de una batalla de ideas decisiva e impostergable.
amss/Tomado de Granma
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