En la consecución de la felicidad y la calidad de vida al interior de las comunidades juega un papel determinante el trabajo de las Asambleas Municipales. Foto: Ismael Batista Ramírez
Luego de un ordenado, transparente y democrático proceso de elecciones,
Cuba llega a un paso fundamental para la organización del Estado, la
sostenibilidad de nuestro sistema político y las garantías de participación
popular en las decisiones que atañen a cada localidad de nuestro archipiélago:
la constitución de las asambleas municipales del Poder Popular.
Aunque el pueblo conoce, respeta y
apoya la solemnidad de ese acto, del cual es indudablemente protagonista, el
proceso tiene una trascendencia ilimitada al calor de los tiempos que vivimos.
Son diversas las razones que permiten
afirmarlo, pero una de las esenciales, sin duda, es el papel que, a partir de
su constitución, desempeñará esa asamblea para engranar, fiscalizar y promover
el funcionamiento integral del municipio, sobre la base del principio de
autonomía.
Si leemos con detenimiento los
artículos 168 y 169 de la Constitución de la República, podemos concluir el
papel de dirección de las asambleas municipales en el cumplimiento de las
funciones y atribuciones de carácter local; digamos más bien, papel
determinante, porque la Asamblea Municipal del Poder Popular es el órgano
superior del poder del Estado en su demarcación.
Por ende, nada de lo que acontece en
esa demarcación, ninguna decisión de la administración local es ajena o está
por encima de ese órgano.
El artículo cuarto de la Ley 132 de
2019, de Organización y Funcionamiento de las Asambleas Municipales del Poder
Popular y de los Consejos Populares, ofrece más luces sobre este particular,
pues deja claro que “la Asamblea Municipal del Poder Popular, los delegados,
directivos, funcionarios y empleados, así como los consejos populares, tienen
la obligación de cumplir lo establecido en la Constitución de la República,
observar estrictamente la legalidad socialista, velar por su cumplimiento y
respeto, asimismo mantener estrechos vínculos con el pueblo y actúan dentro del
límite de sus respectivas competencias”.
Lo que observamos aquí es un aspecto
vital, pues la palabra “obligación” responde al hecho de que, más allá de las
prerrogativas otorgadas por ley a esta institución del Estado, tienen aquellos
que la componen una responsabilidad ineludible para hacer efectiva la
articulación de todos los factores locales y su contribución al desarrollo y a la
satisfacción de las necesidades del pueblo.
El pueblo decide
Entre las atribuciones de la Asamblea,
cuyo número y alcance es notorio, se destacan: aprobar y controlar el plan de
la economía, el presupuesto y el plan de desarrollo integral del municipio;
designar o sustituir al Intendente Municipal, a propuesta del presidente de la
propia Asamblea; y controlar y fiscalizar la actividad del Consejo de la
Administración del municipio.
Pongamos estas líneas en perspectiva.
Si es el pueblo quien elige a los miembros de esa Asamblea, si lo hace
partiendo del principio del mérito, la honestidad y el compromiso con su propio
bienestar; entonces quién si no el pueblo es el que, a través de la figura de
su delegado y de la propia dirección de la Asamblea, ejecuta esa fiscalización
perenne y necesaria, señala las insuficiencias, exige respuestas e, incluso,
propone soluciones y alternativas factibles para sus problemáticas.
Es por ese motivo que, como mínimo,
este órgano tendrá seis sesiones ordinarias en un año. De ese modo, y sumando
las convocatorias extraordinarias, se logra una periodicidad imprescindible,
para “tratar los temas que inciden en la vida económica y social del municipio,
el desarrollo de sus atribuciones, y otros asuntos que considere oportunos”, como
recoge también la ley de su funcionamiento.
Con ese acertado termómetro de las
improntas locales, ajustado por diferentes vías, la Asamblea puede entonces
emitir sus ordenanzas, pensadas siempre en función del bienestar colectivo, y
dirigidas a incidir en asuntos de interés para la vida de la demarcación donde
actúa. Al provenir de ese, que es a instancia del municipio el órgano superior
de poder del Estado, tienen carácter reglamentario, lo que implica una mayor
solidez para su contenido y aplicación.
En todos esos procesos se hacen
efectivos los derechos de los delegados como principales representantes de sus
electores. Ellos tienen voz y voto, tanto en las sesiones de las asambleas como
en otros espacios vitales: dígase reuniones de las comisiones de trabajo y de
los consejos populares.
También se manifiesta el respeto a su
figura, en la obligación que tienen las entidades locales de responder a
pedidos de atención o información de estos representantes del pueblo que, dicho
sea de paso, aunque es harto conocido, no hacen valer esos derechos en su
nombre, sino en el de los cientos de personas que, en la comunidad, exigen y
solicitan respuestas a sus preocupaciones e interrogantes, y solución a las
problemáticas que los afectan.
Es de ese modo como se manifiestan
también en las asambleas los derechos de petición y participación del pueblo,
con plenas garantías y total respaldo.
Populares en sí mismas
Todo lo esgrimido constituye argumentos
innegables de que nuestras asambleas municipales del Poder Popular son la
máxima expresión de ese apellido que las identifica.
No están hechas para dar estatus a un
reducido número de personas, o para empoderar a quienes las componen y dirigen,
sino que, por el contrario, hablan del empoderamiento del pueblo, de todos y cada
uno de los cubanos.
Son la muestra de que, en principio,
las decisiones locales parten de la escucha, acompañamiento y respeto a lo que
el pueblo necesita y, por ende, espera que quienes lo representan actúen en
función de satisfacer esas necesidades y trabajen sobre la base de estrategias
que permitan el logro de ese objetivo.
Sería ingenuo decir que no es esa una
labor perfectible, pues aunque como concepto es sumamente justo e inclusivo,
queda aún mucho camino por andar, en función del mejoramiento del nivel de vida
del pueblo.
Lógicamente, es imprescindible generar,
primero, un bienestar colectivo; responder a las necesidades más acuciantes de
la mayoría y crear, entre todos, las riquezas indispensables para el socialismo
más próspero y sostenible que nos convoca a hacer, cada vez mejor, lo que a
cada quien le toca, sin descuidar el profundo contenido social de nuestro
proyecto que –es meritorio señalarlo– nunca ha desdeñado aquellas necesidades
individuales que ponen a un ser humano en situación de vulnerabilidad.
Es por eso imprescindible caminar, bajo
la dirección de esas asambleas municipales y, lógicamente, en sincronía con las
políticas nacionales, con los gobiernos provinciales y el máximo órgano del
poder del Estado, la Asamblea Nacional del Poder Popular, hacia una autonomía
que no sea únicamente conceptual, sino que tenga una aplicación práctica y
real.
La aprobación de las estrategias de
desarrollo local constituye el abecé de lo que, objetivamente, puede hacer un
municipio por sí mismo, con las potencialidades que lo distinguen. Se trata del
camino a seguir, para impulsar proyectos, encadenarlos, recuperar la industria
local, elevar la generación de ingresos que permitan impulsar obras sociales de
impacto, económicamente hablando.
Desde el punto de vista humano, contribuye
a la generación de empleos, a la captación de profesionales (que muchas veces
salen de sus localidades en busca de oportunidades de trabajo que no encuentran
allí), a la creación de espacios de convergencia popular y a la integración del
mayor número posible de personas en función de su propio bienestar.
También en manos de la Asamblea del
municipio está la aprobación de esa estrategia, otro motivo para acuñar el
precepto de que ese órgano es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Grandes retos tendrán nuestras
asambleas municipales, porque así lo exigen las circunstancias actuales.
Deberán apostar a la preparación cada vez mayor de sus miembros para que puedan
cumplir cabalmente el mandato conferido; trabajar con mucha objetividad, sin
perder la sensibilidad ni el humanismo; les tocará también enfrentar escollos
en el plano ideológico que no serán más que el reflejo del ataque perenne que
sufre nuestro país.
Pero, sobre todo, deben sostener y
fortalecer la confianza del pueblo en esa institución, hacer valer el principio
de representatividad del que son portadoras, y ponerlo siempre primero, antes
de cada acuerdo, decisión y ordenanza. Ese es su mayor estandarte desde que
surgieron y es, al mismo tiempo, otra expresión muy valiosa de nuestro principio
de continuidad.
Leidys María Labrador Herrera
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