Texto y fotos: Rosa Pérez López
Todo proceso revolucionario ha de pagar inevitablemente la cuota de su propio aprendizaje; del mismo modo que sus valerosos, honestos y convencidos protagonistas no han contado siempre con la experiencia necesaria para encauzar su lucha por los caminos más efectivos e inmediatos.
Ese fue el precio que costeó la huelga del 9 de abril de 1958: una audaz acción que en diversas regiones movilizó a muchos cubanos inexpertos y escasamente armados, decididos a paralizar el país a fin de desatar una masiva reacción popular que precipitara el fin de la dictadura batistiana.
Pero pese al coraje demostrado por los humildes y mayoritariamente jóvenes participantes en la acción, aquel día el movimiento revolucionario sufrió uno de sus más amargos y dolorosos reveses, cuyo sangriento saldo fue una violenta ola represiva que cobró la vida de numerosos luchadores revolucionarios y dirigentes del movimiento clandestino.
En aquel baño de sangre la revolución perdió combatientes de valor excepcional, mientras el desaliento y la angustia evidenciados en las masas representó un duro impacto para la lucha insurreccional en las ciudades, porque la senda que condujo a nuestro pueblo a su victoria definitiva no sólo estuvo empedrada de aciertos y triunfos, sino también de frustraciones y reveses.
Precisamente de esos contrapuestos materiales están hechas las revoluciones, si son verdaderas. Y con esa convicción los combatientes por la soberanía de Cuba se sobrepusieron decisivamente hasta a los más severos golpes, convirtiéndolos en una nueva razón para continuar su lucha.
Ese ha sido el inclaudicable espíritu que ha animado y animará por siempre la marcha de los cubanos en pos de sus ideales y sueños. Los ideales y los sueños por los que también se combatió hasta triunfar o morir aquel histórico 9 de abril de 1958.
nyr
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