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Foto: Archivo
El drama bélico sicológico La emboscada
(Alejandro Gil, 2014) a la larga iba menos de conflagraciones militares que de guerras
internas y divergencias dialécticas entre padres e hijos. Las declaraciones de principios
(envueltas en pugnas verbales) de algunos personajes del irregular filme advertían
signos de hacer agua, al apostar a la peligrosa carta del subrayado de intenciones.
Ese lastre está ausente en una película
provista de la limpieza caligráfica y dialogística del drama histórico Inocencia
(Alejandro Gil, 2018); punto creativo superior del director; una obra que, de forma
amena, empática, sin panfletos ni didactismos (ni fútiles acentuaciones), se acerca
a un hecho cardinal de nuestro pasado.
En la mejor tradición del cine histórico
y de otras muestras recientes del género, a la manera de Cuba libre (Jorge
Luis Sánchez, 2015), el tercer largometraje de ficción de Gil –había estrenado en
2006 su ópera prima, La pared– generó un escenario idóneo para reflexionar
y dialogar en torno a conceptos sagrados e innegociables, siempre, pero más hoy
día, como dignidad, patriotismo e independencia.
Como siempre ocurre en su filmografía de
ficción, atenta a la exploración de las humanidades de sus personajes. En Inocencia
el director reposa su mirada en las motivaciones, certezas, sueños, temores y dudas
de aquellos jóvenes convertidos en mártires, el 27 de noviembre de 1871, por el
crimen del colonialismo español.
Si en cualquier género fílmico que practique,
este realizador suele prestar especial atención a los universos morales y ambientes
circundantes de los seres que pueblan sus relatos; mucho más lo hace en un drama
intimista a la manera de AM–PM, de estreno ahora.
De nuevo afincado en un guion de Amílcar
Salatti, el director ubica el contexto espacial del filme en los edificios de apartamentos.
No será el que irrumpa aquí el lunático retablo humano configurado por Álex de la
Iglesia en La comunidad (2000), ambientada en un sitio similar. Estos son
seres de otra dimensión más racional, con olor a Cuba y realidad local –pero igualmente
universales–, cargados de cuitas, soledades, deseos, esperanzas; cercanos, identificables.
Tales personajes habitan, en tanto bono
de valor, una trama proclive a aprehender conflictos individuales muy reconocibles.
Son dos bazas aliadas del cineasta en AM–PM, pequeña, más honesta y sensible
película, de carne y sentimientos; la cual establece vasos comunicantes con un referente
mayúsculo de este tipo de cine, a la manera de Vidas cruzadas (Robert Altman,
1993).
Abocada a escrutar comportamientos, reacciones
humanas, su mérito central estriba en traducirlos eficazmente en pantalla, con sencillez,
pero sin superficialidad; desde una cuerda veraz e íntima.
Al cuarto largo de ficción de Gil –empinado
por la labor de los departamentos técnicos, su meritorio elenco y la última aparición
en pantalla de nuestro gran Enrique Molina–, lo resiente, en cambio, la sobrecarga
de temas, abrirse en abanico hacia muchos frentes, lo cual dispersa la atención
de los dramas personales abordados.
Lo anterior no es óbice que impida apreciarlo
como otro punto a favor en la carrera de un creador con cuya propia prédica encaja
bien AM–PM: la de un cine sincero, responsable, que entretenga, universal,
y que muestre el rostro de nuestra nación.
amss/Tomado de Granma
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