La Plaza Vieja, en el Centro Histórico de la Ciudad. Foto: Juvenal Balán
Si fuera julio en La Habana, en algún año perdido de mediados del siglo XIX,
me hubiese despertado probablemente en una casa de la ciudad intramuros, con la
voz de un pregonero empeñado en vender maní, especias o frutas.
Bien temprano en la mañana hubiera
ido a la plaza del mercado, hoy la Plaza Vieja, donde se mezclaban los olores del
café, el chocolate, el tasajo, el clavo de olor, el cuero y cuanta mercancía hubiese
llegado días antes al puerto, en barcos procedentes del viejo o el nuevo mundo.
Con suerte, en alguna de las esquinas me encontraría con personajes similares a
Dolores Santa Cruz, Leonardo Gamboa o la mismísima Cecilia Valdés.
Un rato después me habría ido a caminar
por la calle de los Mercaderes; donde los vestidos y sombreros traídos de Francia
me parecerían el pináculo de la moda, a pesar de que muchas veces fueran poco prácticos
para los calores tropicales. Para huir un poco del sol abriría una sombrilla con
grandes bordados de flores; mientras reviso con cuidado las confecciones de las
modistas criollas, tan hermosas como las parisinas.
Por haber nacido mujer no hubiese
podido ir a la universidad, la primera de nosotras no lo haría hasta 1879. Aun así,
habría escrito, quizá crónicas, quizá poesía. Por eso podría haber llegado hasta
la calle Obispo, en la que un cartel sobre el arco de la entrada del número 113
anunciaba “efectos de escritorio”. Por el camino, en una rápida maniobra para evitar
la salpicadura de las ruedas de un quitrín sobre un charco que dejó la lluvia en
un suelo sin pavimento, chocaría con el bastón empuñado en plata de algún juez.
En la tarde, ya cuando bajase el sol,
daría una caminata por el Paseo de Extramuros, allá donde hoy está el Prado; o por
la Alameda, cerquita de la Iglesia de San Francisco de Paula, con cuidado de regresar
siempre antes del cierre de las murallas.
Pero hoy es julio en La Habana, en un año del primer cuarto del siglo XXI; y mi
recorrido por sus calles, el imaginado y el real, es resultado de una de las propuestas
del proyecto Rutas y Andares, que lleva
el nombre de Vida cotidiana.
Hoy, junto al pregón del maní, se
oye también el del bocadito de helado, o el pie de coco y de guayaba. La lluvia
ya no deja rastros en caminos de tierra, sino sobre calles y adoquines de 1900.
Los jueces ya no van con bastones; y los que se conservan de aquellos que hace 200
años las transitaban, ahora esperan al ojo curioso en el Museo de la Orfebrería,
el mismo edificio donde otrora vendían efectos de escritorio.
La ciudad creció, los edificios se
levantaron y reinventaron. La Plaza Vieja ya no acoge a primera hora el mercado,
sino a niños uniformados llegando a la escuela. La Habana cambió, pero a veces
parece la misma.
Así, cuando el cañonazo de las nueve
me sorprende mirando al puerto en la Alameda de Paula, es fácil convencer al oído
de que escucha cómo se cierran las pesadas puertas de la muralla; mientras los marineros
regresan a sus navíos a pasar la noche, para partir al día siguiente y dejar atrás
esta ciudad, la llave del nuevo mundo.
amss/Tomado de Granma
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