Un sello que identifica al cubano es ser bailador. Foto: Miguel Febles Hernández
Nuestra música popular bailable ha sido un constante
hervidero creativo desde que nuestra sangre se convirtió en mestiza, y una serie
de instrumentos percutivos de origen africano se reconstruyeron y nacieron en estas
tierras ante el triste periodo de la esclavitud.
Por supuesto, fueron mutaciones
y procesos de sedimentación y readaptación que tardaron años; pero que, de manera
certera, dieron origen a una singular cultura musical que nos distingue.
El cubano es bailador, de eso no podemos escapar como sello identificativo, pero
a la par, también somos tierra de fertilidad sonora y de grandes genios en muchos
ámbitos musicales. Y la música bailable ha sido una zona bien definida como parte
de esa identidad multicultural con referencias que han trascendido no solo en el
tiempo, sino en cuestiones geográficas.
Ahora bien, dentro de los
retos que se han ido sumando como consecuencia de factores diversos en un lapso
de tiempo que ubico a partir de 2013, aproximadamente, el consumo de música bailable
por parte del público cubano no es el mismo que antes de esa fecha. Quizá muchos
piensen, inevitablemente, en el auge de la música urbana, otros en la promoción,
el siempre controvertido debate en torno a los textos, el factor gestual en el escenario
e incluso el tema discográfico como causas posibles que no escapan de acaloradas polémicas.
Obviamente, cada uno de esos
derroteros existen y aunque no obstaculizan ni frenan de forma directa la música
popular bailable en Cuba, sí creo que han pluralizado los consumos y dinamitado
por años la manera de asumirla. Si analizamos lo sucedido a partir de los primeros
años de la década de los 90 con el género, el auge de espacios de consumo y toda
una parafernalia de difusión acompañante fue crucial. El surgimiento de orquestas,
muchas integradas por mujeres; la creatividad; la irrupción de discográficas internacionales;
programas de radio y televisión, entre otras aristas, signaron buena parte de aquellos
años de una manera inusual.
Si tuviera que nombrar dos
vertientes de apuntalamiento sólido que desde lo objetivo, lo promocional y lo artístico
aún hoy muchos recuerdan como importantes en muchos aspectos, diría que fueron el
Palacio de la Salsa, ubicado en el Hotel Riviera, y el programa televisivo Mi Salsa,
dirigido por Víctor Torres, un derroche de conceptualidad y respeto hacia el género.
Creo justo añadir que no era el Palacio de la Salsa el único recinto para tales
fines, sino como dije, y en mi opinión, el más importante y jerarquizante para el
género.
Del pasado debemos tomar lecciones
y poner rumbo, de manera más certera y mejor diseñada, hacia el lugar en que debemos
estar y que, por derecho, se merece nuestra música popular. Lo experimentado en
países como Perú, Argentina, Francia o Italia difiere de lo que sucede con nuestro
consumo nacional. En nuestro ecosistema musical, en espacios públicos, lo mismo
con gestión estatal o privada, no se induce mayoritariamente a la música popular
bailable.
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