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Volver a la obra de Raúl Ferrer es un ejercicio necesario en estos tiempos. Foto: Madeleine Sautié Rodríguez
Mayo nos trajo el recuerdo siempre cálido de Raúl Ferrer (1915-1993). Profesión, inquietudes
y desempeños en su emprendedora existencia hablan del maestro que fue poeta también
en sus actos, del martiano a toda prueba, del hombre que avaló el conocimiento y
la lectura como poderosas armas contra la desdicha y la rudeza.
Poquísimas publicaciones de este humanista –el maestro
que decidió, allá en la escuelita del batey del central Narcisa, en 1937, dar sus
clases descalzo para que no fueran un desagravio los pies descalzos de la mayoría
de los alumnos; el vicecoordinador nacional de la Campaña de Alfabetización; el
conductor de la segunda campaña por la lectura, rehabilitada en 1984– cuentan en
la nómina de la literatura nacional. Pero hay un título, Viajero sin retorno, con
sello de Ediciones Unión, 1979, que resulta suficiente para medir el calibre escritural
de Ferrer.
Con dibujos de Adigio Benítez, a Viajero… habrá
que volver siempre que desde las confesiones llevadas al papel se quiera conocer
al poeta. «Puedo afirmar que la luz que ilumina sus poemas va siempre con él. Surge
de una temprana irradiación cívica y se alimenta de sus caras devociones históricas»,
se lee en el prólogo, a cargo de Joaquín G. Santana, en el cual también se afirma
que «una recia noción de dignidad» recorre estas páginas.
No es posible discordar. Arte poética, el poema que abre el libro, ofrece
claros avisos. Ni verso para hacerme una
corona, / ni verso de acicate a mis instintos, / ni una mesa de versos, / ni versos
para el llanto. ¡Mejor los llevo al cinto!
Ferrer, que hace
versos «porque me gusta la palabra hermosa», recrea en el poema el temblor de las
circunstancias. Cuando llego me miras. / Te miro cuando salgo. / Es hora de romper
este silencio: di sí, / di no. Di algo., escribe en el epigramático Acecho.
La décima, el soneto, el verso blanco… muchas son
las formas a las que se amoldan los sentimientos que aparecen en un libro que desnuda
el alma de su autor. Un poema titulado Hembras, en el que se funden gracia y originalidad,
certifica: Casado con la patria / poseí la poesía. / Novio de la bandera, / esposo
de la lucha, enamorado de mi escuela! / amigo de la mano proletaria, / masa: mi
compañera! Esta clase de hembras que yo tuve –desde mamá a Raquel– no las tiene
cualquiera!
El libro se disfruta y apresa. Dado a las revelaciones,
Ferrer va dejando pistas de lo que serán para sí eternas esencias: Mi mujer con
sus lágrimas, / la tierra con las rosas / la patria con su sangre / la noche con
sus lámparas, / Yo, con todas las cosas.
Decir Raúl
Ferrer es también avivar en la memoria aquel poema estremecedor que varias generaciones
aprendieron con la bellísima música de su sobrino, el trovador Pedro Luis Ferrer.
Dorita, la del Romance de la niña mala, es símbolo en una creación dada a resaltar
siempre los más altos valores humanos. Pero hay más.
Llegar a la página donde aparece Aldo es percibir
la ternura protectora del maestro para con el niño especial que, sufriendo limitaciones,
es, sin embargo, el más erecto en esa hora / en que al atardecer se canta el himno. Aldo, mi alumno sordomudo, /cerrado a lo sonoro,
/ impenetrable…/ Frente a mi viejo pizarrón sonríes / y dibujas la H!–
No podría enarbolar otros trinos la obra lírica
de un hombre como Raúl Ferrer. Viajemos
a su obra, guardada con suerte en algunas bibliotecas, o en algún librero donde
podría dormir empolvada la belleza que tanta falta hace atomizar en estos tiempos.
Madeleine
Sautié
amss/Tomado
de Granma
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