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Fotograma de Primer Grado/Tomado de Granma
Una gran duda me asalta al finalizar la
serie Primer grado, que de domingo a domingo –esos plazos semanales para
la intensidad y complejidad de una muy responsable propuesta no se justifican– ocupó
el horario estelar nocturno de Cubavisión: ¿habrán calado tema y conceptos en la
audiencia más necesitada de abordarlos y debatirlos abierta y desprejuiciadamente?
Cierto que el impacto de las redes sociales
y las autopistas digitales en las sociedades contemporáneas implica a todos los
sectores y todas las edades. Pero cierto también que la problemática desplegada,
que fue del ciberacoso a las respuestas emocionales a lo que circula sin medida
ni control, pasando por el deslumbramiento ante los chismes electrónicos y la imitación
de modelos de las tribus urbanas, apuntan a un universo juvenil que, probado está,
cada vez se sienta menos ante el televisor.
A diferencia de otras producciones recientes,
los 11 capítulos de Primer grado, por el momento, no están al alcance de
los dispositivos preferidos por los jóvenes. En los grupos de seguidores visibles
en Facebook se cuentan detalles de la serie, de los actores y actrices, de los realizadores
y técnicos; al menos esto es indicador de que esos seguidores, evidentemente jóvenes,
han estado al tanto de la entrega.
El colega Mario Muñoz, justo en una de sus
cuentas en las redes sociales, abogó para que Primer grado y Calendario
fueran incluidas en los programas curriculares secundarios y preuniversitarios,
no como materias opcionales, sino en el plan de clases. No sé si haya que llegar
a tanto, más vale el interés.
Rudy Mora, con la colaboración del dramaturgo
Eduardo Eimil, trazaron un arco argumental enjundioso y provocador, con un correlato
igualmente sugerente y propositivo en términos de realización. La exposición pública
en el ciberespacio, sin consentimiento, de las fotos eróticas de una muchacha –no
tan crudas en la pantalla, quizá por pudor; más cercanas al body art que
a la práctica del sexting– desata una tormenta en la que no solo es víctima,
sino victimaria.
El último capítulo, de excesivo metraje
y una densidad moralizante ajena al tono prevaleciente a lo largo de la serie, dejó
claro que la venganza no es el camino; aquí no vale el ojo por ojo, sino el aprendizaje
de la responsabilidad y el compromiso ético. A esa conclusión podía llegarse sin
tener que hacer explícitas las disculpas ni apelar al supuesto documental al que
tributa Daniela su testimonio.
En todo momento, del primero al onceno episodio,
Mora fue fiel a una sintaxis narrativa poco convencional. No solo por la explotación
visual de las imágenes propias de las actuales tecnologías de la comunicación, sino
por sacar de la modorra al telespectador con planos poco frecuentes y núcleos dramáticos
aparentemente fragmentados, pero que al fin y al cabo se conectaban para dar sentido
y coherencia a las historias.
Tras el planteamiento inicial, y excluyendo
los últimos compases, cada capítulo partió de la premisa de los «retos» que la protagonista
ponía a quienes consideraba la habían mancillado en las redes. Ingenuos o forzados
–no discuto su trasfondo real, sino su eficacia en la trama–, lo más interesante
pasó por el vínculo de aquellos con un personaje que daría por sí mismo una serie,
Leinad el Profeta, reguetonero, repartero, simulador, vividor como unos cuantos
en el actual plazo cubano. Cuánta sustancia aportaría una mirada mucho más atenta
y profunda al mundillo de las músicas urbanas. Sin maniqueísmo, con matices bien
cuidados, Luis Alberto Batista bordó el personaje. Eso sí, en el orden de la inverosimilitud
se instaló la idea de atribuir el éxito de Leinad al personaje interpretado por
Carlos Gonzalvo.
Retos aparte, para quien esto escribe hubo
tres capítulos que clasifican entre los momentos más logrados de la producción dramática
doméstica de los últimos tiempos. Uno fue el que registró las infundadas, pero lacerantes
polémicas acerca de si la halterofilia es o no un deporte apto para mujeres. Otro,
el que con mucho tacto, sin restar agudeza, penetró en la religiosidad popular de
origen africano y el peso de la tradición familiar en sus prácticas; sumamente calibradas
las actuaciones de Alden Knight e Hilario Peña. Y un tercero, aquel que puso de
relieve el presentismo que ignora olímpicamente prestigios sólidamente cimentados
y sin embargo olvidados, como el de la veterana actriz asumida por Verónica Lynn
y su descubrimiento por el joven barbero interpretado por Ariel Zamora, capítulo
resuelto de manera desenfadada y chispeante.
Otros nudos argumentales alimentaron las
expectativas de los televidentes: el drama familiar de los padres y la tía de Daniela
(inmensa Yailene Sierra y contenido y exacto Jorge Treto), y la propia indefinición
sentimental de la protagonista –a veces Diany Aurora Zerquera, más que caracterizar
a Daniela, se deja ganar por la abulia– en su relación con Ricky, cuyo perfil sicológico
y credibilidad se asientan en el formidable desempeño de César Domínguez. Lo más
flojo, por su tratamiento epidérmico, la relación del hermano de Ricky con el trío
de “otakus” criollos.
En la alta puntuación de Primer grado,
que confirma la trayectoria profesional de Rudy Mora (recuérdense ConCiencia
y Doble juego), influyó decisivamente la confluencia de fotografía, diseño,
edición y la banda sonora de Juan Carlos Rivero.
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