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Annie y Eduardo

 

Texto y fotos: Ricardo R. Gómez Rodríguez

 
Eres testigo del momento y lo dices en una breve reseña, pero la musa sigue golpeando en tu cabeza y diciéndote al oído: “cuenta más… dilo todo”.
 
Para estar tranquilo con ella y contigo mismo acopias los recuerdos a una casona inmensa que hoy acoge a decenas de ancianos de La Habana del Este. Es el Hogar de Abuelos “Celia Sánchez Manduley”.
 
Para dar con ella dimos vueltas por caminos recónditos rodeados de marabú y plantas de todo tipo. Un amigo dijo que está en el Reparto Celimar.
 
El aire que se respira allí es puro, y quienes son atendidos en el lugar lucen higiénicos.

Una enfermera da la voz a los que aún permanecen en los cuartos para que vengan al amplio patio donde se reúnen las visitantes. Uno de ellos grita desde su cuarto: “Me estoy secando los pies para bajar”.
 
Y cuando presentan a las seis candidatas a diputadas por el municipio capitalino, se adelanta un señor que luego supimos se llama Eduardo Rabelo Menéndez, y dice que las recién llegadas son bonitas; pero cuando hablan, agrega que, además de lindas, son profundas.
 
Todos ríen. Quienes conocen a Eduardo y su facilidad para hablar, intentan sosegarlo, pero él riposta: “¿Y yo qué dije de malo!”.
 
Otro de los abuelos canturrea una tonada española. Al centro de la improvisada escena arriba una mulata con pelo de nieve que se mueve, gesticula, goza, vocaliza…
 
Entonces le piden a la más conocida de las propuestas al Parlamento que cante. La joven Annie Garcés con su sempiterna sonrisa entona Venga la esperanza, luego otro tema, y al final solicitan una estrofa de Cabalgando con Fidel.
 

Casi siempre que la veo irradia la emoción que fluye de esos seres puros que aman lo sencillo. Así la conocí hace algunos años en lo que era su fiesta de graduación en el Conservatorio de Música “Guillermo Tomás”, de Guanabacoa. Entonces sorprendió con su voz, como lo hace siempre. Así la vi aquella tarde en La Habana del Este, al confesar con esos ojos achinados y algo mojados por la emoción, que le gustó llegar y ver a los abuelos comiéndose una guayaba; cantando junto a ella, y bailando como podían, más allá de bastones y primaveras.
 
Convergieron varias generaciones. La de Eduardo, hoy con 76 años; quien fue mecánico, fresador, tornero, pero también conocedor de la vida y la verdad; porque se la enseñaron el sudor, los golpes y también los libros. “Todo se lo debo a Fidel y a esta obra”, dice.
 
Y terminan entre abrazos, besos, fotos, afectos, como lo hacen las familias grandes; esas que sienten el gozo de existir, de ser y amar, allende los vientos, siempre aupando la esperanza.

amss
 

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