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Foto: Archivo de Granma
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La crítica literaria del siglo XIX tiene en Cuba una figura suprema: José
Martí. No es que faltasen
críticos ilustres; pues los hubo desde Domingo del Monte, Antonio Bachiller y
Morales, Enrique Piñeyro, Manuel Sanguily y Enrique José Varona. Nos referimos
más bien al acto renovador que Martí le imprime a dicha práctica, en
el sentido de superar la praxis neoclasicista, el vacuo decir del impresionismo
o el cientificismo positivista.
Como señalara Cintio Vitier en un ensayo
memorable, Martí se erige en figura
cimera de la mejor exégesis literaria no solo de Cuba; sino incluso de América
Latina en el último tercio del siglo XIX.
En su condición de
modernista sustancial Martí ve con
claridad meridiana que nuestra crítica literaria no podía estar sujeta a un reduccionismo
glacial ni a un subjetivismo pedestre. Su vasta cultura, elevado dominio del
idioma y extraordinario talento le permiten plantearse un modelo valorativo
singular: dirimir las fortalezas, la proyección y el valor de la obra literaria
desde su propio centro y espíritu, a tenor de su utilidad, lo cual legitima
como un hecho de amor conducente al conocimiento.
En este orden, Martí ofrece una visión teórica
valiosísima para su tiempo y el porvenir de América Latina: la obra literaria
no puede ser interpretada solo a partir de su capacidad técnica, habrá siempre
que atender, además, a su aliento más íntimo y a su nexo con el lector.
Sin desconocer el papel de la forma y su
dialéctica vehiculación del sentido, Martí
se ciñe, ante todo, al texto literario como irradiador de amor y de
comprensión. En su poética, el amor es esencial, conduce al saber, a la acción
y a la mejoría del ser humano. Para él, arte y vida son inseparables. Por ello,
considera la crítica un acto de amor. Al respecto, escribe en Patria, en 1892: “El
elogio oportuno fomenta el mérito”.
La generosidad crítica en Martí partía de un principio superior:
destacar lo meritorio del escritor por encima de sus fallas, ganar al individuo
para la unidad; lo que no significaba ignorar sus errores estéticos, a veces
señalados por él de forma relampagueante, de modo sutil o con abierta severidad
cuando lo exigía el caso (recordemos, en la carta de 1880 a su hermana Amelia,
sus duros comentarios sobre la novela de ese tiempo en Hispanoamérica).
En el desarrollo de la crítica martiana, Vitier observa tres
fases. La del joven Martí, cuyas ideas aparecen en 1875 en la Revista Universal
de México, y en los discursos del Liceo de Guanabacoa, en 1879, acerca del
dramaturgo español José Echegaray. En estos, afirmaría que la crítica era el ejercicio del criterio. Lo sobresaliente aquí
estriba en la madurez de los juicios de Martí,
el hecho de tener definida su poética a los 22 años.
La segunda fase de la
labor exegética martiana se inicia con la fundación de la Revista Venezolana,
en Caracas, en 1881. Dice Martí en esas páginas: “Amar: he ahí la crítica”, lo que al decir de Vitier significaba salvar lo mejor del ser humano.
Si bien desde los años de
juventud nuestro Apóstol desarrolla
una crítica incesante y de gran lucidez,
la más elevada o de mayor plenitud comienza a finales de los años 80', y se
prolonga hasta el cierre de su vida. Para entonces, habla de la prosa perezosa
o aburrida que venía de España. Frente a ella elogia y practica (desde 1881) el
estilo creador, nuevo, antes de que lo vieran los demás modernistas. Son estos
los años de su artículo sobre Heredia (1888) y de su discurso acerca de nuestro
gran poeta romántico (1889), en los que habla de lo “herédico”; de su revelador
ensayo en torno al poeta norteamericano Walt Whitman (1887); o sobre Julián del
Casal (1893), entre tantos otros autores de Cuba y el mundo.
Vio Martí en la crítica un acto de creación y de independencia. Por su amplitud, aún resta mucho por decir del
rico ideario del Apóstol sobre el arte
de la crítica.
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