José Martí, 1943. Óleo sobre madera, 86×68,5 cm, de Jorge Arche. Colección del Museo Nacional de Bellas Artes.
Mucho se ha escrito sobre la
poesía de José Martí, y mucho más habrá que escribir (pensar, jerarquizar, valorar);
pues múltiples son sus resonancias en nuestra república de las letras —la de aquí
y la de ahora y la que ha consolidado la enjundia maravillosa de la tradición.
Martí es el político y el poeta…
y son dos condiciones inseparables en su proyección pública, su itinerario creativo
y sus postulados.
Algunos lamentaron que el hombre
de acción robara tiempo esencial al artista. Hay quien incluso lamenta lo que considera
un sacrificio incomprensible: su muerte temprana en el campo de batalla.
Es un juicio que se sustenta
en una poesía vislumbrada: la que pudo haber conseguido José Martí en un ejercicio
más reposado, partiendo de su extraordinario potencial lírico, su luminosa intuición
y el singular alcance de su cultura.
Son divagaciones que ignoran,
primero, la prodigalidad de un martirio: la muerte de Martí —trágica para la Revolución
que organizó— fue consecuencia de un raigal y coherente posicionamiento, expresión
de una ética y una vocación de servicio… y quizás también de un temperamento romántico.
Los ideales que el hombre exaltaba sobre el papel era también capaz de defenderlos
en el fragor de la lucha.
Y segundo: la concreción misma
de un cuerpo poético que atesora indudables valores estéticos y conceptuales, y
que ha devenido referencia insustituible para generaciones completas de escritores
y lectores.
No es importante la poesía
que pudo haber escrito Martí. Importa —y maravilla— la poesía que escribió, asumiendo
incluso las comprensibles diferencias de calidades.
El propio Martí —que era también
un agudo crítico literario— estableció distinciones en su creación poética, y la
jerarquizó pensando en publicaciones futuras.
Ubicándolo en el tránsito entre el romanticismo y el modernismo que germinó a finales del siglo XIX en la poesía hispanoamericana, no pocos afirman que Martí es un precursor (o incluso, “el precursor”) de ese segundo movimiento literario.
Aunque extendida, es polémica esa afirmación.
Parte quizás de las consideraciones de Rubén Darío —probablemente el máximo exponente
del modernismo— acerca del magisterio de José Martí, aunque, como han hecho notar
algunos especialistas, ya el gran poeta nicaragüense había escrito sus obras fundamentales
cuando tuvo acceso al grueso de la obra lírica martiana.
Martí no es sencillamente una
figura de transición. Es un romántico y es también un modernista, más allá de una
expresión meramente formal. Su poesía rompió cepos y al mismo tiempo honró tradiciones.
Se inserta con derecho propio en el canon hispanoamericano. Y no se parece a ninguna,
pues rehuyó de modas e imitaciones.
El crítico uruguayo Emir Rodríguez
Monegal (1921-1985) lo apuntó en su enjundioso ensayo La
poesía de Martí y el modernismo: “Lo que en Martí anuncia el modernismo
es lo accesorio, lo errático, lo no profundo, lo que comparte con sus coetáneos.
En realidad, la poesía de Martí no anuncia nada que no sea ella misma; no es precursora
sino de sí misma. Anuncia y precursa a Martí y con ello enriquece una forma de poetizar
en nuestra lengua: continúa y acrece, crea en fin”.
Son notables en Martí la luminosidad
de muchas imágenes, la fuerza de la metáfora, el uso singular de ciertos recursos
literarios, el dominio del idioma. Y el vuelo del ejercicio poético no amaina cuando
el poeta consigue una sencillez —no simpleza— que populariza su obra.
Sus Versos
sencillos, por ejemplo, son en buena medida diáfanos, pregnantes, con
varios niveles de interpretación: más allá de la epidermis hay sentidos mucho menos
evidentes, verdades sometidas al imperio de una sensibilidad privilegiada.
Martí no descuida ni la piel
ni el corazón del poema.
El Apóstol de la independencia
cubana es también uno de los grandes prosistas del idioma, un periodista excepcional,
un dramaturgo, un pensador, un filósofo… Pero en ese entramado tan suyo la poesía
tiene un rol fundamental.
A diferencia de otros reputados
poetas de su tiempo Martí creyó en la utilidad social de la poesía ajena a la pretendida
pureza de un género.
La poesía como refugio espiritual,
pero también como atalaya. Escribió sobre el amor, sobre los afectos, sobre el impulso
íntimo del ser… y también de la patria y las responsabilidades que ese concepto
implica.
Y entendió también la capacidad
formativa de la poesía y el arte todo. No en vano en una de sus grandes obras, La
Edad de Oro, dedica emotivas páginas a los poemas y los poetas, a los
artistas y sus creaciones.
A 170 años de su nacimiento,
a casi 130 de su muerte, José Martí continúa ofreciendo lecciones a los niños y
a los que dejaron de serlo. No es casual el apelativo: el Maestro. Él sigue siendo
guía de una nación. Y en su poesía habitan muchas de las más contundentes claves.
amss/Tomado de Trabajadores
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