Vicente

 

Foto: Iván Soca



Los antiguos guerreros nórdicos creían que la muerte en combate les garantizaba la entrada a un majestuoso salón en Asgard, la ciudad divina de Odín. Sus vidas, orientadas hacia la lucha, siempre contra el enemigo, hallaban en ese relato místico un sentido, una poderosa razón para no desfallecer, para seguir blandiendo armas hasta el último aliento. Morir luchando no duele tanto si hay un banquete de dioses a la espera de que caiga el último telón de los párpados.

Vicente fue un guerrero, un guerrero de la palabra y del acorde, un hombre que asumió al enemigo y que nunca cesó de luchar. Su vida, eterna disputa por el bien, halló su final en el escenario; campo de batalla de todos los trovadores.

Algún engranaje de su corazón falló mientras cantaba La Bayamesa, esa canción prístina, génesis de la Patria que primero sentimos y luego pensamos.

Tanto artista que quiere morir creando, que quiere morir con el pincel en la mano o en un último y sublime pas de deux; tanto artista que quiere morir declamando, que quiere morir envuelto en un aplauso final, definitivo, una ovación… y tú lo hiciste, Vicente, lo lograste.

Poca gente sabe que Vicente ya había muerto, muchos años antes. Llevaba de errante fantasma comunista cerca de cuatro décadas, desde aquella Bolivia de 1980 en la que fue cautivo.

Los grises soldados que tanto daño hicieron en Latinoamérica la emprendieron contra él y sus hermanos trovadores que visitaban aquel país. Muchos años antes, como Aureliano Buendía, Vicente estuvo en el paredón, frente al pelotón de fusilamiento; y como Aureliano, sobrevivió. Sus potenciales verdugos dispararon al aire. Haciendo honor a su nombre, el trovador había vencido a la muerte.

Y la siguió venciendo, porque Vicente no está muerto. No se puede morir cuando se lega el eco de la música; cuando los que sobreviven llevan el recuerdo, envuelto en lágrima y sonrisa, de aquel que ya no se cuenta entre los vivos.

Porque la muerte no es verdad, no puede ser verdad, cuando se ha cumplido bien la obra de la vida. ¿Quién puede decir que Vicente no cumplió? ¿Quién puede decir que su obra vital no nos sigue acompañando?

Los trovadores son guerreros sin Valhala: nadie les prometió un Edén póstumo, un paraíso de consuelo. Se batieron y se baten con cada una de sus cuerdas, como si fueran sacos de balas; pero lo hicieron sin pensar en las 72 vírgenes del Islam; lo hicieron sin pedir nada a cambio, sin la recompensa onírica de los buenos soldados, los soldados que no son grises. Lo hicieron porque tenían que hacerlo, o al menos así fue Vicente.

Yo tampoco creo en el Valhala. A Vicente lo escucho cantar todavía, aunque un día se fue y no regresará ya nunca. Su ausencia real, la que duele a su familia y a sus amigos, no se borra con palabras. Está ahí, pesa, como un grillete. No lo volveremos a ver en concierto, su esposa no lo volverá a besar, sus amigos no sentirán su abrazo. Pero queda, en esencia, lo mejor de él; quizá lo único bueno de nosotros, los humanos, tan frágiles; lo único que da cierto sentido a nuestras breves existencias: esa esencia que es trascender; ese legado que está hecho de memoria, de sonido, de sentimiento. En eso sí creo, porque creo en Vicente.

Michel E. Torres Corona

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