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Foto: Portada del libro |
Cuando solo contaba con 30 años de edad, un fatal accidente, ocurrido el 14 de julio de 1992, nos privó para siempre de la presencia física de Ada Elba Pérez Rodríguez, una de las voces más refinadas y auténticas de la poesía cubana, cultivada por la generación que se diera a conocer en los años 80.
Con Ada Elba no solo desaparecía físicamente la exquisita poeta; sino también una
de las instructoras de arte más plenas de nuestro país, dadas sus
condiciones de desempeñar, al mismo tiempo, esa labor con singular maestría, y
de ser compositora, pintora, escultora,
narradora, crítica artístico-literaria y autora de canciones para niños y
adultos, con temas de gran belleza como Señor
arcoíris, Ana la campana, El cangrejo Alejo y El vendedor de asombros. Además, conocía la guitarra y el piano, con los que
componía y acompañaba su grácil voz.
Recuerdo cómo meses antes
del trágico suceso había coincidido con Ada
Elba en la Quinta de los Molinos. En plena crisis de los 90' asistimos a
uno de los encuentros culturales, literarios y de investigación que convocaba
la Dirección Provincial de Cultura y el Centro Provincial del Libro y la
Literatura de La Habana. Allí conversamos sobre los días aciagos que vivíamos;
nos reímos también con los chistes que creaba el pueblo para burlar la cruda
realidad y, como correspondía, charlamos sobre arte y literatura.
Así, en algún momento noté
cierta tristeza en los ojos de Ada. En voz baja le pregunté si le ocurría algo.
Entonces nos dijo: Es que hoy me da vueltas y vueltas una idea pesada, que algo
me va a ocurrir. Le dijimos que estuviese tranquila, que seguro no había
dormido lo suficiente la noche anterior. Y cambiamos de tema, aunque la
tristeza siguió en su rostro.
Tiempo después, cuando
supe lo ocurrido, esa anécdota me asaltó con toda su fuerza. ¿Había presagiado
la poeta su porvenir? No lo sé. Ella era tan vital como su poesía. Pero algo,
algo había en sus versos que interrumpía con frecuencia tal energía.
Vislumbré esa dualidad en Identidad (1988), en Apremios (1990), en Acecho en el ritual (1992), en La cara en el cristal (1994),
en Travesía mágica (2001) y en Fin del pájaro sur (2002).
Estos versos buscaban incesantemente entregarse a los demás, de ahí la libertad
estrófica y melódica que asume, o las metáforas que van desde la sencillez de
la floresta de su amado país o del continente, hasta la sombría soledad en
juego con poetas admirados como César Vallejo o Roque Dalton. En Apremios nos dice: (…) Este poema / no usó el festín de las estrellas
/ ni el galopar del Chama que remonta la noche / con su premura de caballo
indócil / Inundando los hoyos de la soledad / de esa extranjera que lloró en tu
choza oscura / mientras te hablaba de su isla / que tú creíste algún planeta
extraño.
La amistad del Sur y los
registros de los seres queridos entran en sus poemas con similar poética: Las tres / las tres y late aún / la lumbre y
únicamente yo hablo / con el ave cautiva / sobre los astros que habitábamos
cuando tú / cantabas mamá a la negrita / se le salen / los pies de la cunita /
tocando sobre mi mesa y jugándote / la vida / y así aprende muy pronto el
corazón / a ver cómo te alejas. En Para
que nadie diga que no defendí lo que soñé (La cara en el cristal),
sus versos cobran especial vigor a fin de dejar en claro la poesía que
concibió: Déjenle en la vidriera /
algún frasco derramado, algún desecho, / un pedacito así / por qué morir.
amss/Tomado de Granma
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