Foto: Archivo del periódico Granma |
Por Mailenys Oliva Ferrales
Aunque ha transcurrido ya más de medio siglo de su partida física, no hay silencio permitido
que ponga un punto final en la descomunal obra de Manuel Navarro Luna; el fiel
soldado del verso patriótico que no divorció jamás su pluma de la verdad ni del
actuar fecundo y resuelto en pos de la Revolución.
Su vida toda –intensa y
dramática– parece salida de una leyenda homérica. Basta con asomarse a su
historia personal, a sus textos ineludibles, o a su ruta militante, para
encontrarnos a un hombre íntegro, hecho
de poesía y arrojo, cuyo mayor merecimiento fue, y es, el de ser querido y respetado en toda Cuba.
Nada le fue ajeno al ardor de sus versos: los niños y
campesinos, los héroes de la Patria y las angustias de los humildes, los
obreros y milicianos, las madres y el socialismo… las esencias de Cuba.
Y si filosa fue su obra escrita, tajante fue su actuar político. El
autor de Surco –el primer libro
vanguardista escrito en la Mayor de las Antillas– no dudó nunca en poner su
pecho al descubierto para enfrentar primero a la tiranía batistiana; y luego
defender la soberanía nacional, lo mismo en Girón que en el Escambray, en un
taller de obreros que en una repleta tribuna.
Por ello, este miércoles,
al conmemorarse el aniversario 56 de su
partida física, y el medio siglo del traslado de sus restos mortales desde el
cementerio de Colón hasta la necrópolis de Manzanillo –la ciudad donde
creció como poeta y revolucionario, a pesar de haber nacido en Jovellanos,
Matanzas–, el periódico Granma vuelve
sobre aquellas jornadas insoslayables que remarcan el virtuosismo imperecedero del Poeta de la Revolución.
La partida dolorosa
Tenía casi 72 años, pero su espíritu inquieto era como el de un
joven de 20. Sabía de sobra cuánto le había exigido a su cuerpo, expuesto a
todo tipo de sacrificios; y aun así se resistía a descansar, a dejar de crear,
de aportar y de estar entre los suyos.
Manuel Navarro Luna no
quería morir y no lo hizo. Aquel funesto 15 de junio de 1966, si bien se
enlutaba la Isla con su partida física, el suyo no sería un adiós definitivo
para los cubanos.
“¿Morir Navarro Luna? Nunca lo temimos, porque
jamás nos fue posible sospecharlo. Aún en medio de las flaquezas finales de la
carne, echado ya al poeta sobre el lecho, jadeante y cardíaco, enfermo del mal
que lo ha traído aquí, solíamos mirarle, no sin fraternal malicia, como
queriendo decirle, y a veces se lo decíamos, de viva voz, que para él la muerte
sería lo último en venir”. Así lo diría en su sepelio –con voz de plomo– Nicolás
Guillén.
Y recordó más: “El martes
fuimos a recibirlo al aeropuerto. Volvía de Manzanillo, y le sabíamos ya en el
trance mortal. Pero alguien que descendió primero nos dijo: ¿Navarro? Ahí viene
por sus pies”.
Esa misma noche el corazón
del poeta dejaría de latir, agitando así a otros miles que ya se había ganado
con su intachable decoro.
Junto a su tumba, Juan Marinello
expresaría conmovido: “Pocos hombres han reunido al partir, tal número de gente
consternada; pero sabemos bien que, aun siendo numerosos no son más que los
representantes de miles de compatriotas que en el taller y en la escuela, en el
cañaveral y en la mina, en los caminos de la tierra y del mar, lloran hoy al
poeta que fue su cantor leal e iluminado”.
En Manzanillo, el descanso eterno
Seis años después de su muerte, Navarro Luna regresaría, más encumbrado
que nunca, a su querida ciudad del Golfo para perpetuarse en su camposanto y en
la memoria del pueblo.
Cuentan que fueron cuatro
jornadas de homenaje nacional, sincero y profundo. Del 28 de junio al 1ro. de
julio de 1972, Manzanillo se desbordó de poetas, artistas, dirigentes,
intelectuales y pobladores que fueron a rendir tributo al autor de Odas Mambisas.
La urna de cobre, cubierta
de flores, fue depositada sobre el mismo muro en el que se practicara la
autopsia al dirigente azucarero Jesús
Menéndez, en la sede de la Fraternidad del Puerto.
Tras la última guardia de
honor partió de ese histórico local una multitudinaria manifestación de duelo
hacia la necrópolis donde reposarían definitivamente los restos de Navarro Luna en un monumento de mármol
custodiado por cinco majestuosas columnas, un hermoso jardín y una tarja que en su honor reseña: “En su vida y en su ejemplo nos dejó su
mejor poema”.
Todo fue solemnidad en aquel instante. Con los acordes de la Banda Municipal de Conciertos de Manzanillo se escucharon la Marcha del 26 de Julio y el Himno Nacional. Y en medio de un imponente silencio, mientras era depositada en la tumba la urna funeraria, se escuchó una fiel grabación del poeta recitando, en su propia voz, los versos de acero que dedicara en 1943 al
General
Antonio y a Bartolomé
Masó; así como el poema Venceremos,
escrito en 1961.
Al pronunciar allí el
discurso de despedida al poeta insigne, el entonces viceministro de Educación
para la Enseñanza de Adultos, Raúl Ferrer, resaltó: “Cuando los revolucionarios
rendimos un homenaje como este, se desbordan las riberas de la ceremonia y el
acto se carga de consignas, de banderas, y de compromisos”.
La recordación se extendió
luego a decenas de lugares en fábricas, talleres, granjas y centros
estudiantiles, donde escritores y artistas del país ofrecieron recitales y
conferencias para exaltar la trayectoria poética y revolucionaria de Navarro Luna.
Por eso se dice que su voz no se apagó nunca con la muerte.
Creció multiplicada en el homenaje eterno del pueblo y en otros versos que
lo retratan: No podrá ninguna daga /
herirte por el costado, / pues eres el fiel soldado / de una luz que no se
apaga.
amss/Tomado de Granma
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