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Heredia, el eterno desterrado

Cuán lejos y a la vez cuán cerca de la patria anduvo siempre José María Heredia, el desterrado; el poeta valeroso a quien sólo le faltó coraje para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas.

 

Texto Rosa Pérez López 

Y precisamente donde en Cuba las palmas son más altas, nació José María el 31 de diciembre de 1803: allá, en la  indómita Santiago, que le puso fuego en las venas en lugar de sangre; y un verbo caudaloso semejante a la corriente del Cauto; y una romántica rebeldía muy cercana a la cumbre del Turquino.

Tantas veces y tantos años alejado de su patria, y sin embargo su poesía -al decir de José Martí- "sólo daba sus sones reales y se coronaba de rayos cuando pensaba en Cuba".

Así ante el lejano torrente de las inmensas cataratas norteñas, deslumbrado por el sobrenatural desplome de las aguas sobre un abismo de espumas, se le hizo verso la añoranza -“Las palmas, ay, las palmas”- para que el poeta de tan acendrada cubanía trascendiera su tiempo como El Cantor del Niágara.

Cuán lejos y a la vez cuán cerca de la patria anduvo siempre Heredia, el  abogado, el profesor, el periodista, el diplomático, el diputado; el bardo mimado por las mujeres y las musas, que tanto supo de la traición de unas y la lealtad de otras. 

El conspirador que en suelo extraño no soportó la angustia de no ver nunca más a su madre y a sus palmas, y con tal de reencontrarlas se retractó de sus ideas. 

El patriota incomprendido y olvidado por sus contemporáneos; el poeta desterrado y sin tumba en ningún sitio; el cubano que tan lejos y a la vez tan cerca estuvo siempre de la tierra que le vio nacer y que amara con todas las fuerzas de su atribulado corazón.

YVL

 

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