Texto: Rosa Pérez López
Frente al mar de la ciudad, y hecho monumento, pervive una
porción del muro donde el 27 de noviembre de 1871 fueron
injustamente tronchadas ocho juventudes.
Nunca antes España había mancillado su hidalguía con un proceder
tan infamante. Nunca antes España había perpetrado un crimen tan
horrendo en nombre de la soberbia ibérica.
“Cadáveres amados” nombró José Martí a los ocho estudiantes de
Medicina que costearon con sus vidas el odio, la crueldad y la
impotencia de la Metrópoli, cuando en la Patria se respiraban los
aires de rebelión que comenzaron a batir tres años antes en La
Demajagua.
Porque desde aquel amanecer del 10 de octubre de 1868 ningún
cubano bien nacido había quedado indiferente: Cuba le reclamaba a
sus mejores hijos su entrega a la causa de la independencia, y en el
pecho de ocho semi-niños la redención nacional también se había
convertido en vocación.
Eran inocentes de los cargos de profanación a la tumba de un
periodista español, pero no de sentir la urgencia de emancipar a su
patria del yugo colonial. Fue ésa y no otra la culpa que provocó la
rabia de sus verdugos. Fue ése y no otro el delito por el que -al
decir del Apóstol- aquellos ocho estudiantes de Medicina “entraron
a paso firme, sin quebrantos de rodillas ni temblores de brazos, en
la muerte bárbara”, para la ignominia de quienes aquel 27 de
noviembre de 1871 troncharon sus vidas... pero no pudieron impedir
las ansias libertarias del pueblo cubano.
nyr
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