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La enseñanza artística, una de nuestras fortalezas. Foto: José M. Correa
Dentro de las profundas renovaciones conceptuales emprendidas a partir del triunfo de enero de 1959, una idea aglutinadora tuvo desde su nacimiento una preclara matriz de independencia estratégica: el acceso a la cultura.
Si bien el país contaba con un valioso grupo de
intelectuales que habían sido parte de diversos procesos endógenos y foráneos
anteriores, el principal reto planteado por Fidel era el de formar, de manera
dinámica y paciente, a los futuros artistas.
Toda esa vanguardia, que tuvo contacto directo
con expresiones artísticas decisivas en la cultura cubana y universal, formaría
un blindaje pedagógico que sería –y continúa siendo– referente obligatorio
cuando de ello se hable.
La revitalización y el dinamitar transgresivo
de la Academia, como baluarte elitista y clasista, propiciaron un profundo
debate sobre la naciente realidad nacional y, por ende, en las formas en que la
aprehensión del arte debía ser implementada.
En la música, grandes nombres como Federico
Smith, Enrique G. Mántici, Héctor Angulo, Harold Gramatges, Juan Blanco, Félix
Guerrero, Argeliers León, Carlos Fariñas y muchos más, emprenderían un largo
trayecto magisterial con extensas raíces actuales.
¿Pero qué significaría para una generación de
jóvenes cubanos el poder acceder a la educación artística? ¿Podrían entender la
riqueza de tal acervo pedagógico en las aulas?
Desde luego que sí, si tenemos en cuenta el
alto nivel de analfabetismo y poco dominio del arte, en sentido general, de la
mayoría de la población cubana. Tanto la creación de la Escuela Nacional de
Instructores de Arte en 1961, y de la Escuela Nacional de Arte un año después,
no solo fueron acontecimientos históricos sin referentes conocidos en la época
republicana; sino que, a la larga, fueron la concreción del más preciado sueño
revolucionario legado por Martí cuando sentenció, a finales del siglo XIX, que
ser cultos es la mejor manera de ser libres.
La nueva concepción cultural enviaba señales
inequívocas del rumbo firme que le acompañaría hasta hoy, al poder sumar a sus
aulas no solo a jóvenes citadinos con aptitudes; sino a otros que, olvidados y
perdidos en lejanos parajes rurales durante años, apenas sabían qué eran un
trazo, un lienzo o un piano.
Nuestro sistema de enseñanza artística no es
perfecto, pero lucha por serlo. Son innegables los aportes del profesorado
soviético, checo o búlgaro, de los antiguos países socialistas, en el
desarrollo del arte musical cubano, en zonas tan importantes como la pianística
o la familia de las cuerdas frotadas.
El empuje de la escuela de guitarra en Cuba
tiene un horcón primigenio llamado Isaac Nicola, pero sin dos de sus alumnos
raigales no podría hablarse del instrumento de manera tan justa: Jesús Ortega y
Leo Brouwer.
Maestros como Domingo Aragú, Roberto
Concepción, Alicia Perea, Radosvet Boyadjiev, Alla Tarán, Marcos Urbay, Martha
Cuervo, Roberto Kessel, Danilo Orozco y otros miles, son un ejemplo de esa
fuerza creativa que poseemos en nuestras aulas.
amss/Tomado
de Granma
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